Los números son importantes. Muy importantes. No recuerdo cuando lo descubrí, pero al llegar a la escuela lo supe con certeza. Los números son muy importantes.
Estaban esos “números” que eran vitales para sobrevivir.
La cartilla Palau número 1, número 2 y número 3. Llegar a la cartilla Palau número 3 era vital. Para llegar a la número 3 tenías antes que pasar por la número 2. Para ello tenías que terminar aquella última página de la cartilla anterior. Era la página sin dibujos. Cada día la profesora decidía que pasabas ( o no ) de página al oírte leer. Llegué a esa última página una mañana. La profesora decidió que tenía que volver repasar y empezar desde el principio. Eso no era justo. Así no llegaría jamás a la cartilla Palau número 3.
Ya había vivido esa injusticia en el juego de la oca cuando te comían una ficha y volvías a la casilla de salida. Pero aquí, con otras personas desconocidas, volver a empezar no sólo era injusto, eso no era nada bueno.
En casa también había números y números injustos. Yo era la 5. Y el número 1 era muy importante. Pero los número pueden cambiar. Un número 4 puede ser un número 1. Mi hermano era el número 4 pero era el número 1 de los chicos. No entendía porqué un número 4 podía ser un número 1 sólo porque fuera chico. Era el número 4 y punto. Yo también era el número 4 de las chicas y no por eso pasaba a ser el número 1. ¿O sí podría? ¿Cómo?
A mí lo que me gustaban eran los “números justos”. Los números de los años que tenías marcaban las pesetas que el domingo recibías. 7 pesetas era mejor que 5 pesetas porque te permitía comprar más cantidad o variedad de lo que vendían en aquel kiosquillo del parque. Esos números sí que me gustaban porque los entendía. Me parecían números justos. Tenías que esperar al número de tu año, 11 de junio, para que pudieras pasar a una cifra más y recibir una peseta más. Y eso era bueno, muy bueno.
Y luego estaban los “otros números”. Portal 32. Piso 4. Esos eran importantes para saber que botón apretar en el ascensor. Marisa Abascal colocaba su bata en el colgador número 1 y Clara Isabel Lesmes en el número 42. Y esos también eran importantes para saber en qué orden entrabas en la fila en clase o recogías los caramelos que repartía la cumpleañera. No entendía por qué era así, pero no me disgustaba mi número 22. No eran justos o injustos. Eran así y punto. Y no podías hacer nada para cambiarlos.
Sin embargo, cuando aparecían aquellos números injustos… El miedo a no conseguir el número que necesitaba para vivir me movió a aprender, poco a poco primero, a grandes pasos después.
Algunas personas podían hacer que los números cambiaran. La profesora hacía que yo siguiera en la cartilla número 1 durante más tiempo que las demás niñas. Mi padre dijo a mi hermana la número 3 que tenía que lograr que yo pasara a la cartilla palau número 2. En el mundo de los números injustos, las personas que podían hacer cambiar los números, o hacer que yo los cambiaran eran personas importantes. Eran las personas importantes del mundo de los números injustos.
Y la hermana número 3 y yo pasamos un verano las dos sentadas en una butaca de la habitación. Entre las dos no sumaríamos imagino más de 12 años. Lo sospecho porque cabíamos las dos en aquella butaca, y parece imposible que dos traseros pudieran caber en aquel mínimo espacio. Mi hermana intentaba lograr que yo fuera capaz de unir algunas sílabas seguidas: “mi ma ma me mi ma a mo a mi ma ma,” Todo aquel esfuerzo en verano, para conseguir cambiar un número.
Salir del mundo de los número de mi familia al mundo de los número de la escuela me producía miedo. La noche ante de comenzar el colegio no me podía dormir. La imagen de aquel cartel en la puerta del colegio: “HIC SUNT DRACONES”. Esa frase que en latín significa “Aquí hay dragones”. La seguí viendo durante años cada noche. Mas adelante supe que la utilizaban los cartógrafos medievales para señalar en sus mapas “lo desconocido”, el más allá ignoto, los espacios vacíos; es decir, aquellas regiones sobre las que no tenías ningún tipo de conocimiento. Esta indicación producía en mí mucho miedo. Pero me aventuré en lo inexplorado como hacían los otros 4 números anteriores de mi familia. El número 6 y 7 de mi familia aún no podían entrar ahí.
Tras lograr pasar la puerta con aquel cartel en latín, me encontré con riesgos e incertidumbres, sí. Y también con grandes oportunidades de una vida nueva que decían parecía mejor. Me encontré con otras personas con otras formas de hacer. Ahora comprendo que también con miedos, con otros miedos, sus miedos. Fui descubriendo el mapa de cómo caminar por zona de Dragones. Y andando por el camino del aprendizaje, aprendí que hacer para cambiar esos “números injustos”. ¿Cómo las personas importantes?
La dedicación y esfuerzo de aquel verano logró cambiar el número de mi cartilla Palau y pasar de curso. Ese esfuerzo había surgido para solucionar aquel problema que yo tenía en el aprendizaje de la lectura en el mundo de los números injustos. Existía una energía que lograba el cambio, provenía del deseo de salir de algo indeseable, surgía del miedo por no permanecer ahí durante más tiempo, Era la energía que provenía del miedo.
Pero existía también otra energía, la del aprendizaje proactivo. Esa fuerza para el cambio surgía del deseo de alcanzar un objetivo o visión. Cuando sentía esa tensión emocional y creativa la podía resolver de dos maneras: subiendo mi realidad actual hasta la altura de la visión, o bajando la visión hasta mi realidad actual. Yo decidía casi siempre resolver esa tensión subiendo a la altura de la visión. Me hacía sentirme bien, como si aumentara mi nivel de adrenalina. Así lo había aprendido en aquellos primeros años de la escuela. Subir números solía ser bueno en el mundo de los números injustos.
Así era mi mapa de aprendizaje en zona de dragones: tomaba conciencia de la brecha que había entre ese objetivo y mi realidad. Establecía un objetivo y me comprometía con el aprendizaje. Dedicarle tiempo y espacio abundante de mi vida a lograrlo, era de vital importancia. También era clave, ponerme en manos de una de esas personas importantes del mundo de los números injustos que tenía autoridad en la materia. Yo les cedía la mía para que me dijera cómo tenía que hacer para aprender y lograr cambiar ese “número injusto”.
Practiqué durante 10000 horas para desarrollar la habilidad de tocar al piano esa partitura de Chopin que correspondía al más alto número de la carrera de piano. Con hábito, disciplina y esfuerzo había logrado cambiar algunos número … Tenía el mapa de carreteras para moverme en zona de Dragones. ¿o no?
No siempre el final del aprendizaje era lo que esperaba, o imaginaba. De nada servían aquellas 10.000 horas de práctica y aquellos aprendizajes para superar las pruebas y obtener un buen número, si no me servían para utilizarlo en nuevas situaciones y superar situaciones de insatisfacción en la vida. Creo que todo se vino abajo porque en el mundo de las relaciones lo aprendido en el mundo de los números no funcionaban. Cuando se trataba de un resultados deseado en el ámbito de las relaciones, no funcionaba de la misma manera. No lograba que él me quisiera como a mí me gustaría que me quisiera. Y lo intenté llegar con todos los mapas que tenía y me habían servido de gran utilidad. Pero en el mundo del amor eso no funcionaba así. Esfuerzo, dedicación, trabajo, disciplina… No.
Empecé a sentir miedo. Más miedo aún. Cada vez que me adentraba más en el camino del aprendizaje veía hacerse más grande lo desconocido y el miedo crecía sin cesar. El camino del aprendizaje se convirtió en un camino sin fin, y cada vez más espinoso y empinado. Las áreas de incompetencias eran infinitas. Cada vez que aumentaba mi conocimiento el contacto con lo que no sabía también era mayor. La brecha entre lo que podía y no podía, lo que sabía y lo que no sabía, lo que tenía y lo que quería era infinita. Y el acortar esa brecha agotador. Las conversaciones privadas de no puedo, no tengo tiempo, no soy capaz, inundaron mi cabeza. Me estaba quedando sin fuerzas como si la energía que me ponía lograr un reto se estuviera llegando a su fin.
Puse en marcha mecanismos de autodefensa. Pensaba que ya lo sabía todo lo que necesitaba saber. Ahora me diagnosticaría de ceguera temporal . Pensé por aquella época que me podía convertir en una experta de algo. Dije, si descubro mi talento y para que soy buena me dedicaré toda la vida a realizarlo. Pronto descubrí la fisura, convertirme en aquellas personas expertas incompetentes que habiendo alcanzado un cierto nivel de competencia, ignoran los cambios en las condiciones del entorno.
Había trabajado duro para entender el mundo de los números injustos y actuar en consecuencia en línea con mis ideas elaboradas sobre él. Pero me costó aún más soltarlas cuando se volvieron inútiles. Tuve que superar contantemente lo que había aprendido en el pasado y incluso desaprender un buen puñado de aquellos aprendizajes. Mapas de rutas que me sirvieron en un mundo y que no servían para el actual. Desaprender era un reto que no me había marcado, curioso. Había dejado que me enseñaran a no cuestionarme las verdades que me enseñaban… (Continuará)